Una palabra maldita
Cuando
era adolescente discutí con una compañera de clase. Ella trataba de convencerme
de que no había razones para preocuparse por el agujero de la capa de
ozono. No había –y esto era lo que a mí más me irritaba– razones para
el compromiso. No había necesidad de cambiar, no había necesidad de
cuidar. Antes de que nos afectara a nosotras –me decía– los
científicos le encontrarían arreglo. La tecnología, seguro, nos iba a sacar del
entuerto.
Aquella conversación
me vino a la mente casi treinta años después, al leer Mal de escuela,
un libro sobre todo honesto en el que Daniel Pennac narra sus días de
estudiante y su experiencia como profesor: «Entre maestros está mal visto
hablar de amor», recuerda. «Intentadlo y veréis, es como mencionar la soga en
casa del ahorcado».Y qué razón tiene: basta con detenerse un poco a
ojear las noticias y artículos relacionados con educación para darse cuenta de
que el amor pincha poco y corta menos en esto de la «innovación educativa».
Da igual lo profundo que sea el hoyo en que está metido nuestro sistema
educativo, lo único que al parecer nos sacará del entuerto –esta vez también–
son las competencias digitales, el flipped classroom, el
desarrollo del talento y el ABP.
No es la primera vez
que la tecnología –ese nuevo dios de una sociedad mecanizada– suplanta al amor
en las vidas de los niños. En Europa y Estados Unidos, durante el periodo de
entreguerras, muchos bebés recién nacidos terminaban en orfanatos e
instituciones benéficas. Casi todos morían en su primer año, por causas que se
atribuyeron primero a la malnutrición y más tarde a las infecciones. En los
hospitales y orfanatos se implementaron entonces medidas higiénicas para evitar
contagios, entre ellas la de aislar a los niños en cubículos y no tocarlos más
que lo estrictamente necesario. Pero a pesar de que su alimentación era buena y
su higiene rigurosa, los bebés y niños seguían enfermando y muriendo. Un
pediatra llamado Harry Bakwin, basándose en sus observaciones y su intuición,
decidió cambiar estas prácticas. Sustituyó los letreros que solicitaban al
personal sanitario que se lavara las manos antes de entrar en la planta
infantil por indicaciones como esta: «No entre en la guardería sin
tomar en brazos a un bebé». De inmediato, las tasas de infección comenzaron
a bajar 1 .
Bakwin había sido
capaz de empatizar con una necesidad profunda de los bebés y de los niños: la
conexión emocional con otro ser humano expresada a través del contacto físico,
de las caricias y las sonrisas. Algo que, en el caso de una criatura, puede
marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Ningún médico de
aquella época hubiera imaginado siquiera que una situación de estrés crónico
podría debilitar nuestro sistema inmunitario y conducir a la muerte 2 . Pero así era: en los orfanatos y los
hospitales, los bebés, sin amor, morían de tristeza.
En ese entonces, los niños y niñas no tenían la
consideración de «personas», y por eso no se creía que el trato que recibieran
por parte de los adultos fuera determinante en su desarrollo. A mediados del
siglo XX, la psicología aún giraba en torno a dos visiones enfrentadas: la
teoría de los impulsos de Freud y el conductismo. Ninguna de ellas daba
demasiada importancia a las relaciones humanas. Y fue en este contexto tan
hostil en el que un psicólogo llamado Harry Harlow se propuso dejar bien claro
lo importante que es el amor.
Harlow, en su laboratorio de primates de la Universidad de
Wisconsin, estaba tratando de poner coto a las infecciones que diezmaban su
comunidad de monos Rhesus. Llegó a una solución muy sencilla: aislar a los
monitos en jaulas individuales de alambre desde recién nacidos. Pero se dio
cuenta de que solo sobrevivían aquellas crías cuyas jaulas estaban recubiertas
de una tela acolchada, una tela a la que los monitos se aferraban como si,
literalmente, les fuera la vida en ello.
Las crías de mono
(seguramente igual que las humanas) preferían el calor y la suavidad al
alimento. Es decir, preferían el amor. Y lo preferían porque sin ese «amor»
enloquecían.
Entonces Harlow decidió diseñar un experimento que iba a
revolucionar la psicología de las relaciones madre-cría. Construyó una muñeca
de alambre del mismo tamaño que una hembra Rhesus, a la que le acopló un
biberón con leche. Colocó estas «madres de alambre» en algunas de las jaulas,
junto con una cría. En las demás jaulas colocó una muñeca de alambre forrada de
tela acolchada, y sin biberón. Lo que pudieron ver Harlow y sus ayudantes
habría sido inconcebible para muchos hasta ese momento: los bebés Rhesus que
habían sido separados de su madre biológica preferían siempre (sobre todo
cuando estaban asustados) la cercanía de la «madre» sustitutoria forrada de
tela, aunque no les proporcionara alimento, frente a la «madre» que les
suministraba leche pero estaba fabricada solo de alambre. Las crías de mono
(seguramente igual que las humanas) preferían el calor y la suavidad al
alimento. Es decir, preferían el amor. Y lo preferían porque sin ese «amor»
enloquecían.
Cuando los pediatras de principios del siglo XX, como Harlow
más tarde, quisieron hacer sobrevivir a los bebés aplicando a rajatabla una
serie de principios científicos y técnicos fracasaron estrepitosamente.
Fracasaron porque, sumidos en su «metodolatría»3, no alcanzaban a entender qué era lo que de verdad
necesitaban esos niños y niñas. En aquel fracaso no puedo evitar ver
reminiscencias de lo que está sucediendo hoy en nuestras escuelas, en donde las
condiciones de control higiénico del aprendizaje (exámenes, horarios,
asignaturas, deberes, burocracia...) son máximas, y sin embargo hay algo que se
va apagando poco a poco hasta morir.
De amor, humor y aprendizaje
¿Qué
pasaría si los planes de estudios dejaran de ser listados de conocimientos
teóricos y estuvieran pensados para fomentar la experiencia de relacionarnos
con otras personas, con las ideas y los objetos, con la naturaleza, desde una
actitud de cuidado? Para Nel Noddings, una filósofa y educadora feminista que
ha aplicado la ética del
cuidado a la educación, las escuelas no han de
entenderse como dispensadores de conocimiento e información, sino como lugares
donde se dan las relaciones nutritivas que son necesarias para que se produzca
el aprendizaje. Porque lo cierto es que esa actitud de cuidado, de
atención, es esencial para desarrollar la curiosidad que nos impulsa a
descubrir y entender el mundo que nos rodea.
Nos demos cuenta de
ello o no, la escuela transmite mucho más que conocimientos: transmite, aunque
de forma invisible, una serie de valores y de actitudes que conforman las
identidades individuales de los estudiantes y moldean su forma de pensar, de
sentir y de actuar. Esas actitudes vitales no se aprenden de los libros de
texto, sino en la relación con otras personas. Una relación que en la escuela
no es libre sino que está mediada por las estructuras y dinámicas escolares,
que por lo general favorecen el conformismo, la pasividad, la obediencia, la
competitividad y el individualismo.
Lo que aprendemos por
medio de nuestras relaciones con otras personas, de manera vivencial, en un
intercambio social y afectivo, permanece con nosotras de por vida.
Olvidamos muy pronto
la mayor parte de la información que aprendimos mecánicamente, año tras año, en
la escuela. En cambio, lo que aprendemos por medio de nuestras relaciones con
otras personas, de manera vivencial, en un intercambio social y afectivo,
permanece con nosotras de por vida. «El amor, o su ausencia, transforma la
mente infantil para siempre», declaran los psiquiatras Lewis, Amini y Lannon
recordando los experimentos de Harlow4. En la misma línea habla el
neuropsicólogo Richard Davidson: «Los estudios nos dicen que
estimulando la ternura en niños y adolescentes mejoran sus resultados
académicos, su bienestar emocional y su salud». Si estamos dispuestas a asumir
que existe una relación crucial entre el amor y el desarrollo cerebral, ¿cómo
habrían de ser las relaciones en la escuela para favorecer esa actividad
mental, pero también social, que es el aprendizaje? Meredith Small, una de las
voces más destacadas de una nueva disciplina conocida como etnopediatría,
no tiene dudas al respecto: «Lo que importa de verdad no es si un niño de tres
años está aprendiendo los colores y a leer, sino ¿lo abraza su maestra?».
El amor deja una
huella imborrable en los procesos cognitivos ya desde nuestras primeras
experiencias afectivas, porque las conexiones neuronales se construyen en gran
medida por medio de la interacción social, de la relación con otras personas.
John Bowlby fue uno de los pioneros en investigar cómo el apego emocional entre
una madre y su bebé puede afectar al comportamiento y la personalidad de un
niño. Solo cuando un bebé ha desarrollado un vínculo afectivo seguro es capaz
de invertir su atención en explorar y descubrir el entorno: cuando siente miedo,
deja de explorar y regresa corriendo junto a su «figura de apego» (su madre,
normalmente). En el momento en que su figura de apego se acerca a él o lo
abraza, tranquilizándolo, la actividad exploratoria puede reanudarse5.
Pero esto no le sucede solo a los bebés: en su
libro Aprender en
libertad, Peter Gray nos recuerda que la ansiedad y el
estrés ponen coto a la creatividad y la búsqueda de soluciones alternativas, e
inhiben el aprendizaje en niños y también en adultos. El distrés (el estrés
que está asociado a la ansiedad y que nos resulta desagradable) tiene un efecto
negativo sobre nuestra inteligencia emocional, sobre nuestras relaciones y
nuestra capacidad para tomar decisiones. Nos vuelve
idiotas. De ello es fácil deducir que el clima emocional en la
escuela, y en el aula, tiene mucho que ver con la capacidad de los estudiantes
para salir de su zona de confort: cuanto más seguros se sientan a nivel
emocional, más firmes serán sus pasos en ese territorio desconocido y novedoso
por el que discurre el aprendizaje.
Cuando los estudiantes perciben que su
relación con el profesorado está basada en el respeto y el diálogo, sus
resultados académicos mejoran6. Pero esta percepción, más que de unas prácticas
pedagógicas predeterminadas, depende del propio docente: de su entusiasmo, de
su cercanía emocional, de su capacidad para reconocer sus propios errores, de
su confianza en los estudiantes, de su sentido del humor… 7. Algunos de estos rasgos, en realidad, se corresponden
con un estado de ánimo «lúdico», un estado mental alerta y activo pero no
estresado –el mismo que tenemos cuando nos sumergimos en el juego libre– que es
el que más favorece el aprendizaje, como explica Peter Gray. ¿Podría ser que
los estudiantes, sin saberlo, imiten la actitud lúdica del docente? ¿O es sencillamente
que los profes que confían en sus alumnos logran a su vez que los chicos y
chicas confíen en sí mismos y en sus capacidades? Quizá ambas cosas.
Las decisiones no se
toman solo con la cabeza sino sobre todo con el corazón
Cómo nos vemos y cómo nos comportamos tiene mucho que ver
con cómo nos ven y qué esperan de nosotras las demás personas. Ya en los bebés,
un gesto de desaprobación de la madre puede desencadenar la producción de
hormonas relacionadas con el estrés, como el cortisol, que ponen fin a la
secreción de las placenteras endorfinas. En los años sesenta, los psicólogos
Rosenthal y Jacobson quisieron averiguar si las primeras impresiones que se
hacen los docentes de sus estudiantes tienen algún efecto sobre el rendimiento
posterior de los chicos. En su estudio descubrieron lo que se ha llamado el
«efecto Pigmalión»: cuanto mayores eran las expectativas que el docente
tenía de un estudiante –es decir, cuanto más confiaba en él o ella– mejores
eran sus resultados. Como si se tratara de una «profecía autocumplida», los
estudiantes se comportaban de acuerdo a esas expectativas. En los últimos años,
este efecto misterioso se ha podido comprender mejor con el descubrimiento de
las neuronas espejo (implicadas en el aprendizaje por imitación y en emociones
como la empatía) y gracias a la teoría de la resonancia límbica, propuesta por
Lewis, Amini y Lannon, que plantea que el sistema límbico de nuestro cerebro
nos confiere a los mamíferos la capacidad de entrar en sintonía, de vibrar con
el estado emocional de otro. Pero las emociones, además de ser contagiosas, son
también el motor de nuestra conducta y pueden cambiar el rumbo de nuestra vida,
porque las decisiones no se toman solo con la cabeza, sino sobre todo
con el corazón8.
Albert Camus creció
en un barrio obrero de Argel. Su padre había muerto cuando él tenía solo once
meses, y su madre –pobre, sordomuda y analfabeta– tuvo que criarlo con la única
ayuda de una abuela poco dada a sensiblerías. A simple vista nadie podría haber
presagiado el brillante futuro que le esperaba a ese chico salido de los
arrabales. Pero cuando a sus cuarenta y cuatro años recibió el Premio Nobel de
Literatura, Camus escribió una carta. Era una carta de agradecimiento: «Sin
usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, no hubiera
sucedido nada de esto». Dirigía estas palabras a Louis Germain, el maestro de
escuela que tanto había confiado en él y le había ayudado a abrirse camino. La
respuesta del Señor Germain fue humilde y llena de ternura: «El pedagogo que
quiere desempeñar concienzudamente su oficio no descuida ninguna ocasión para
conocer a sus alumnos, sus hijos, y estas se presentan constantemente».
La práctica
del amor
Amar es prestar
atención. Observar. Escuchar.
Como seguramente sabía Louis Germain, solo se puede amar lo
que se conoce. Amar es prestar atención. Observar. Escuchar. Al atender a otra
persona con todos nuestros sentidos, en nuestro cerebro se activan las mismas
neuronas que en el suyo. Nos transformamos mutuamente.
La filósofa Simone Weil consideraba la atención como un
rasgo esencial del amor. «Cuando mi actitud es de cuidado, escucho, veo o
siento de verdad lo que la otra persona intenta transmitirme», nos dice
Noddings, para quien la receptividad y la atención son la base de una actitud
de cuidado. El biólogo y filósofo chileno Humberto
Maturana añade: «Amar implica ver al otro, escuchar al otro o a la
otra». Y esto tiene una implicación directa en la educación: «Amar educa.
Si creamos un espacio que acoge, que escucha, en el cual decimos la verdad y
contestamos las preguntas y nos damos tiempo para estar allí con el niño o
niña, ese niño se transformará en una persona reflexiva, seria, responsable que
va a escoger desde sí. El poder escoger lo que se hace, el poder escoger si uno
quiere lo que escogió o no, ¿quiero hacer lo que digo que quiero hacer?, ¿me
gusta estar donde estoy?”, son algunas de las preguntas que aparecen»9.
Esas características de un espacio educativo que menciona
Maturana se asemejan mucho a los tres rasgos que para Carl Rogers, uno de los
creadores de la psicología humanista, conforman una relación de ayuda o de
cuidado: la aceptación, la autenticidad y la empatía. Es el sentirnos aceptadas
en una relación lo que nos da seguridad y nos permite descubrir y expresar todo
nuestro potencial. Pero ¿qué significa «aceptar»? Aceptamos a los niños
y niñas cuando los miramos sin juzgarlos, poniéndonos en su lugar desde la
empatía, sin esperar que sean como querríamos que fueran, sin tratar de
conducir ni condicionar su comportamiento a base de castigos y premios, de
amenazas y chantajes. Pero para ello antes hemos tenido que aceptarnos a
nosotras, tomar contacto con nuestras propias necesidades y ser capaces de
entablar relación con los chicos y chicas desde la autenticidad, sin artificio,
reconociendo y aceptando nuestras propias emociones, errores y contradicciones,
sean cuales sean. Noddings recoge también este papel central de la aceptación
(o «confirmación», como ella la llama) en el proceso educativo, e insiste en
que para relacionarnos así con los estudiantes no podemos seguir una fórmula,
una receta. La aceptación del otro necesita de la confianza, y la confianza
surge solo en una relación continuada en el tiempo. Pero el tiempo es
precisamente una de las cosas más importantes que nuestro sistema educativo
escatima a estudiantes y docentes.
En un sistema
directivo, con ratios en alza y que raciona el tiempo, los profesores no tienen
oportunidad de establecer una relación duradera con los estudiantes y no llegan
a conocerlos; no les queda más remedio que seguir
un método, unas pautas preestablecidas que ahorren tiempo y den apariencia de
eficiencia y control. El resultado es que, sin darse cuenta, el docente
deshumaniza a los alumnos, porque las circunstancias particulares de estos y su
individualidad se desdibujan, y no hay posibilidad de vincularse emocionalmente
con ellos. «En la enseñanza y en la administración desarrollamos toda clase de
procedimientos de evaluación, de manera que la persona vuelve a percibirse como
un objeto. Creo que de esta manera nos impedimos a nosotras mismas experimentar
el cuidado y la empatía que existiría si reconociéramos que es una relación
entre dos personas», nos dice Rogers.
Hoy
en día, a pesar de que la democratización del conocimiento esté haciendo mella
en la autoridad del «experto», seguimos dando la espalda a nuestra
intuición y a nuestras emociones, y preferimos muchas veces aferrarnos a un
método que nos evite enfrentarnos a la inseguridad. Sin embargo, aplicar un
método de forma sistemática, por muy buenas que sean nuestras intenciones, es
caer en una trampa, como apunta Rogers: «Vemos indicios de esto en la actitud
de algunos padres y madres sofisticados que saben que el afecto "es
bueno" para su hijo. Este conocimiento a menudo les impide ser ellos
mismos, actuar libremente, de forma espontánea... siendo cariñosos, o no». Y
añade, como crítica al cientificismo: «Si sabemos todo acerca de cómo se
produce el aprendizaje, usaremos ese conocimiento para manipular a la gente».
Es decir, para controlarla.
Esto es lo que
ocurre, sin ir más lejos, cuando nos valemos del espíritu de juego de los niños
para introducir los contenidos que prescribe el currículum y lo llamamos
«aprender jugando», desvirtuando así el verdadero sentido del juego libre. O
cuando utilizamos el Aprendizaje
Basado en Proyectos (ABP) como una metodología que nos facilita
la tarea de forzar el aprendizaje, en lugar de como una herramienta que nos ha
de llevar a transformar las relaciones de poder en la escuela, y a devolver a
los chicos y chicas la iniciativa y la capacidad crítica.
Determinados
medicamentos producen efectos secundarios iatrogénicos, efectos secundarios
imprevistos e indeseados. En nuestras escuelas, ese efecto secundario no
contemplado –que puede durar de por vida– es el rechazo, el odio incluso, hacia
aquello que se nos ha obligado a aprender por la fuerza.
En este afán de control reside uno de los mayores problemas
de nuestro sistema educativo. Las condiciones de control que impone el sistema
en relación con el aprendizaje pretenden conducir a los niños y niñas por un
camino prefijado hacia la adquisición de conocimientos. El sistema se
convierte así en un «tratamiento» de aplicación masiva contra la supuesta
ignorancia de los niños. Pero sabemos de sobra que determinados
medicamentos producen efectos secundarios iatrogénicos, efectos secundarios
imprevistos e indeseados. En nuestras escuelas, ese efecto secundario no
contemplado –que puede durar de por vida– es el rechazo, el odio incluso, hacia
aquello que se nos ha obligado a aprender por la fuerza.
Solo hay un antídoto
contra el odio, y es el amor. Pero nadie puede obligarnos a amar, ni el amor se
aprende por obligación. El amor solo puede ofrecerse desde la libertad y, como
afirmaba Erich Fromm10, cuando amamos queremos la libertad del otro. Frente
a la vorágine publicitaria que nos vende la libertad como garantía de
felicidad, Rogers nos explica que una persona libre no equivale a una persona
feliz: una persona libre será probablemente una persona creativa, abierta al
mundo, pero no necesariamente «adaptada» a su cultura, «y desde luego no será
conformista». Quizá la libertad, en realidad, haga a una persona más
proclive a la infelicidad, a la indignación o la rabia ante la injusticia:
«En determinadas situaciones sociales es posible que sea muy infeliz, pero
seguirá avanzando para ser ella misma».
La infelicidad
y el inconformismo son una respuesta saludable a un estado de cosas que
sentimos la necesidad de cambiar, y este anhelo de hacer
del mundo un lugar mejor entraña en el fondo un elemento de cuidado, de
ternura: la revolución es en esencia un acto de amor11. En los países occidentales y occidentalizados
nuestros hijos e hijas pasan la mayor parte de su infancia a cargo de
profesionales que no pueden verlos, ni escucharlos, ni conocerlos. Los padres y
madres tienen poco tiempo y poca paciencia. Están estresados, o no están. Y la
escuela –ese «almacén de niños», como tan bien la describió Michael Ende
en Momo– va cobrando un parecido siniestro con aquella madre de
alambre en cuya compañía los monitos de Harlow languidecían. En las jaulas que
llamamos aulas, algo seguirá muriendo poco a poco mientras no nos hagamos eco
de la misma idea que Harlow proclamaba a los cuatro vientos: que la calidad de
nuestras relaciones nos marca desde el primer hasta el último día de nuestras
vidas. Y que solo recuperando y habitando esa palabra maldita, amor,
conseguiremos de verdad transformar la educación.
Nota de la autora
Con muchas dudas decidí hablar de los experimentos de Harry Harlow en este
artículo. Experimentos que causaron un sufrimiento espantoso a decenas de
animales indefensos. Sin embargo –y sin dejar de reivindicar un tratamiento
ético para los animales de laboratorio en nuestros días– creo que para que ese
sufrimiento no haya sido en vano es necesario que se conozcan estas
investigaciones y que aprendamos todo lo que, desde una visión crítica pero
informada, podemos aprender de ellas.
Referencias:
1Becoming
attached (1994), por Robert Karen.
2The
Balance Within (2000), por Esther M. Sternberg.
3Expresión
acuñada por la teóloga feminista Mary Daly.
4Una
teoría general del amor, por Lewis, Amini y Lannon.
5Becoming
attached (1994), por Robert Karen.
6Baker,
Terry, Bridger y Winsor (1997), Pomeroy (1999).
8El
error de Descartes (1994), por Antonio Damasio.
10El
miedo a la libertad (1941), por Erich Fromm.
11«Cada
vez nos convencemos más de la necesidad de que los verdaderos revolucionarios
reconozcan en la Revolución un acto de amor» (Paulo Freire, Pedagogía
del oprimido, 1970).
Lecturas
recomendadas:
The challenge
to care in schools (1992), por Nel Noddings.
El proceso de convertirse en persona (1967), por Carl Rogers.
Love at Goon Park (2002), por Deborah Blum.
Our babies, ourselves, por Meredith Small.